La Administración tiene una amplia discrecionalidad a la hora de diseñar la ciudad, en definitiva, para elaborar el Plan Urbanístico. Y esto es así porque la labor de crear la ciudad responde más a criterios políticos que a técnicas jurídicas. Pero no obstante, no puede sustraerse esa actividad planificadora del control judicial, ya que esa potestad de la administración que le permite clasificar y calificar terrenos bajo criterios políticos y de oportunidad, son también, en algunas ocasiones, de carácter reglado o no son enteramente discrecionales.
Así, en cuanto a la clasificación del suelo, está pacíficamente admitido que será urbano el suelo que reúna las características para serlo y será no urbanizable de especial protección aquel que no sea apto para urbanizar por reunir determinadas características medioambientales.
Últimamente, a partir de la Estrategia Territorial Europea, han surgido nuevos criterios que limitan la discrecionalidad de las Administraciones Públicas a la hora de crear ciudad, y son los principios de sostenibilidad medioambiental y social, que recoge claramente nuestra Ley del Suelo de 2.008. La tendencia a partir de esta Ley es el diseño de un modelo de ciudad compacta que trata de eliminar los inconvenientes que se plantean en una urbanización dispersa, como son los altos costes energéticos, de construcción de infraestructuras y su mantenimiento, así como la prestación de servicios públicos. En cuanto a la sostenibilidad social, el planeamiento debe procurar la cohesión social, el acceso a una vivienda digna, a la igualdad de trato entre hombres y mujeres y a la accesibilidad universal.
En cualquier caso, en el ámbito del planeamiento, son de aplicación los límites generales de la discrecionalidad administrativa tal como el principio de racionalidad, que consiste en controlar si el planificador ha tenido en cuenta los factores relevantes y ha descartado los irrelevantes; el principio de igualdad que implica que un terreno tiene que ser clasificado igual que los de su entorno cuanto tengan las mismas características; el principio de interdicción de la arbitrariedad que prohíbe a la Administración tomar decisiones que no tengan una justificación suficiente; y, por último, el principio de proporcionalidad que supone que la Administración debe elegir la opción que sea menos lesiva de entre todas las posibles.
En definitiva, la Administración tiene una amplia libertad para establecer el planeamiento, pero debemos tener en cuenta que esta discrecionalidad no es absoluta y que sus decisiones pueden someterse al control judicial, para lo que es preciso que, para tener las mejores garantías de éxito, se interponga un recurso directo contra el acuerdo de aprobación del Plan cuando consideremos que no es acertado, ya que esperar a una impugnación indirecta del mismo añade unas dificultades procesales que es recomendable eludir a no ser que no nos quepa otra opción.
Pedro Pablo Fernández Grau
Abogado. Colegiado ICAM 43.197


